domingo, 29 de junio de 2008
Sólo distancias
350 kilómetros nos separan de otra vida. Llegamos sin que nadie nos espere. Nadie nos conoce. Para nosotros es una ciudad apenas conocida. Nunca estamos seguros de si vamos en la dirección correcta o acabaremos perdidos sin remisión, si la calle desemboca donde intuimos. No sabemos a qué bar es obligado acudir, a qué hora. Todo es extraño y vagamente familiar. Doméstico, festivo, como las proporciones de su catedral, grandiosa y diminuta. Sólo a 350 kilómetros. En otro mundo. Y eso nos llena de una euforia contenida y humilde. Euforia, a fin de cuentas.
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