El turista sale de su casa, de su pueblo, de su ciudad y también de su rutina y de sí mismo. El turista, aunque nunca se interese por todo ello, visita museos, monumentos, edificios históricos, admira cuadros, estatuas, colecciones etnográficas, paisajes, prueba comidas extrañas, echa de menos lo que a diario le resulta indiferente, abre sus ojos a lo diferente, a razas y costumbres y formas de vida desconocidas, conoce el riesgo de viajar en avión, de perderse en un metro de una ciudad desconocida, de equivocar el camino y no encontrar el hotel, hace amistades, se siente gregario y toma conciencia de su propia individualidad.
No sé si todo ello le convierte en un humanista. Tampoco creo que el sistema escolar posibilite esa transformación y, mucho menos, los medios de comunicación. El turista no regresa a su casa igual que salió, por más refractario que sea al cambio.
El turismo, entre otras virtualidades -sobre todo económicas- se ha revelado como uno de los principales modos de educación de masas. Y, desde luego, de aprehensión narrativa de la realidad.