sábado, 28 de noviembre de 2009

Nuestra identidad real y nuestra identidad digital tienden a equipararse. Eso dicen. Pero yo me siento apenas digitalmente balbuciente. Miro, leo, escucho, salto de un lugar a otro, casi como hace mi identidad real, sin hacerme notar demasiado. Tal vez sea verdad que mi identidad real y mi identidad digital tiendan a equipararse, a equilibrarse a igualarse. Así que, si dejo de escribir el blog, pasa el tiempo y sigo sin volver a escribir, como quien deja de ir a un bar y ya no se le ocurre volver porque construye otras rutinas. Y escribo ahora sin mucha convicción, seguro de que mis palabras rebotan en el vacío. Lo normal, lo esperable para mi identidad digital más cerca del feto que del niño, incapaz de establecer relaciones en la red. Me asomo a la tertulia, al feedback que establecen otros entre su palabras y sus conocidos y me retraigo sin decir nada. Qué difícil es decir algo. Qué difícil pontificar cuando no se tienen verdades que tengan la densidad de un balón de plomo. ¿Hablar de lo cotidiano? ¿Recalentar las reflexiones indigestas del mundo laboral? ¿Hacer creación literaria ex profeso o ex céntrica o convertida en simple boutade? ¿Dictar sentencia de libros y músicas? ¿De la actualidad? Quizá deba esperar a que mi identidad digital crezca, se haga adolescente y se rebele ante la adulta imperfecta que es mi identidad real.
Mientras, por decir algo, me pregunto cómo interfieren esas identidades virtuales en la apropiación y la representación de la realidad.