Una cierta fuerza nos impulsa últimamente a salir en coche a recorrer unas decenas de kilómetros. No sé si estos esfuerzos merecen el nombre de viajes. Salimos no muy temprano, visitamos lugares en los ya hemos estado, reconocemos lo olvidado, hacemos fotos, regresamos. Más que un viaje, nuestro periplo se asemeja más a una espiral. Quizá logramos, no estoy muy seguro de ello, igual que la escalera de la concatedral de Cáceres, elevarnos unos metros sobre el suelo.
En el disfraz del mundo las sonrisas florecen, el niño se hace hombre, la primavera invierno. Pero el árbol y un golfo de la costa, el juguete y los animales de la selva no cambian de lugar. Hay naciones y unas cuantas letras. Existen los utensilios y las islas, los pájaros y los cimientos. No quisiera olvidarme del mar Mediterráneo ni de las olas, ni de los ángeles; quisiera recordar alguna canción, algún dibujo, alguna caricia, pero ¿qué mayor alegría que escribir para el disfraz del mundo?