Una de las sorpresas de la exposición "Modigliani y su tiempo" fue descubrir al pintor polaco Moïse Kisling. No demasiado situado en el ranking de la historia de la pintura me pareció, sin embargo, un pintor original, capaz de modos diversos y personales, asimilable, en parte, a la escuela pictórica de la "Nueva Objetividad" alemana, con Dix y Grosz como representantes más célebres. Ese tipo de representación, a caballo entre un realismo detallista y la deformación expresionista, me resulta sumamente atractivo. Sus autores pueden oscilar a uno u otro lado de ambos extremos sin traicionarse. Los cuadros de Kisling dialogan con el espectador de forma casi inagotable.
Acababa de ver un retrato de Kikí de Montparnase de colores brillantes, lleno de espectativas, vital, cuando descubrí entre las fotografías que documentaban la vida de Modigliani una instanténea del mismo personaje. Fue la imagen que más me llamó la atención. La veladura del ligero desenfoque teñía aún más de melancolía el rostro fatigado, de pómulos caídos, el cuerpo apenas visible envuelto en lo parecía una bata, agotada quizá después de una sesión de pose. No parecía importarle en absoluto que en ese momento estuviera expuesta al objetivo de una cámara.
Las dos eran representaciones de la realidad, de una misma realidad quizá separada por unos cuantos años, quizá anterior la fotografía, aunque pareciese lo contrario. La fotografía parecía retratar un momento íntimo en todos los sentidos. El cuadro elevaba el personaje hacia la eternidad. No era tanto la perfección formal o el tipo de retrato, sencillo desde luego. Se trataba de la intención que ponía el artista en robar a la realidad su forma.
Kikí de Montparnase, por Kisling
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